Sr. Roberto del portero eléctrico

Después de la lluvia llega el señor Roberto. Toca timbre desesperadamente. No recuerda que viene, justamente, porque el portero no anda? Le grito desde la terraza que ya voy. Bajo y lo veo por el vidrio de la puerta de entrada del edificio. Es un señor grande, más de 70, supongo. Difícil saber con seguridad porque tiene pelo – factor que puede sumar o quitar una década en los hombres. Tiene puestos pantalón clarito y camisa de vestir medio rosada. Carga un paraguas rojo. Y un portafolio.
Sube las escaleras comentando que decidió arriesgarse a venir aún sin saber si habría alguien a esta hora. La subida le cuesta. Cuando llega a nuestro segundo piso ya transpira, respira acelerado. Va mirando todo afuera y, cuando entra a casa, enseguida le ofrezco un vaso de agua. Apoya en el piso su maletín y puedo ver algunas herramientas y papeles, facturas sueltas. Tiene tornillos guardados en una caja de cigarrillos muy antigua y cables de teléfono separados con bolsitas de la heladería Cremolatti.
Prueba primero el aparato – que debe ser tan antiguo como el edificio en que vivimos. Pone cara de preocupado y afirma categóricamente “acá no llega corriente”. Empieza a seguir el camino del cable. Su cara de preocupación aumenta cuando observa el estado de todo el cableado.
Suspira. Me pregunta “cómo te llamas?” y yo le respondo. Dice, casi alarmado, “Julieta, todo esto es muy raro”. Sigue hablando de la incoherencia con la cual está hecho todo el trabajo de electricidad a la vista. Pone cara de desánimo total e informa que quizás tendrá que cambiar todo, salir a comprar nuevos cables. De repente, parece transpirar aún más.
Sigue probando corriente por distintos sectores. Llega a la caja de electricidad que está en el primer piso. Nota que allí hay corriente y que los cables de nuestro departamento están desconectados.  Repite “Julieta, todo esto es muy raro” pero esta vez agrega “acá hubo maldad”. Explica la función de cada cable y me dice que va tratar de hacer un arreglo. Completa: “la verdad que ustedes tienen timbre de casualidad, casi un milagro diría”.
Yo le sigo todos los pasos, trato de ayudarlo y él dice, ya más tranquilo, que podría ser su asistente. Hace todas las conexiones necesarias y volvemos a subir a nuestro departamento para probar. “Estás rezando conmigo, no?”, me pregunta. Sonrío y hago que sí con la cabeza.
Vuelve a probar el aparato, se escuchan ruidos. Le cambian la cara. “Escuchás? ESTO ES LA CALLE”, dice con los ojos bien abiertos como si pudiera saber, de pronto, todo lo que ocurre en el mundo. Yo vuelvo a sonreír y le digo “bien, vamos mejor de lo que imaginábamos, no hay que cambiar los cables”. El sentimiento de equipo lo invade al señor Roberto. Me pone su mano para que le choque los cinco y, enseguida, apunta a su mejilla sonriente y me dice “vení y dame un beso”. Yo que hago? Sí, obvio, le doy un beso en el cachete. Me estoy riendo y él me dice “no es de viejo atrevido eh, es porque esto hay que festejarlo”. Tiene cara de absoluta felicidad.
Termina su trabajo, se lo nota satisfecho. Su camisa está manchada de transpiración debajo de los brazos. Le pregunto cuanto es y pido que me haga una factura para presentar a la administración del consorcio. Él me dice cuanto es y me ofrece poner 50 pesos de más así me quedo con la plata. Mi negación con ojos y cuello le da un poco de vergüenza. En tono arrepentido dice “yo hago esto con los administradores en general pero mejor que te lleves bien con los vecinos, entonces”.
Lo acompaño hasta la puerta de abajo, nos saludamos y antes de irse me avisa “espero a que subas y vuelvo a tocar el timbre para probar”. Subo las escaleras relativamente rápido, como siempre. No llego a entrar a casa y escucho el timbrazo. Atiendo y se escucha la calle, se escucha el señor Roberto preguntándome si está todo bien. Yo le digo que sí, que quedó perfecto. Él se despide contento, tarareando “vaaaamos Julietaaaa, vaaaamos Julietaaaa”.
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