En 37 minutos
Hay días en que todo carece de sentido. Días en que quiero más y no se muy bien que es lo que quiero. Pienso en las cosas que me faltan, que me debo (y, por que no, que me deben?).
Y resulta que hace un frío loco y entro a un Café calentito y están pasando un jazz que no conozco y la chica que atiende no tiene ningún apuro en tomarme el pedido y me puedo acomodar en paz, tranquila y sin apuros de deseo de te con medialunas o exprimido y tostado.
Me pongo a leer Sabato, que siempre me cuesta y siempre me encanta de alguna forma. Con frases como "en la calle 3 los arboles habían empezado a imponer su callado enigma del atardecer".
La gente que entra y sale me distrae. Pero eso no es malo, no me molesta. Los observo, atenta. Intento descubrir los personajes, imagino sus historias más complejas o, mismo, su mayor superficialidad.
Cuando me doy cuenta ya estoy escribiendo. Me falta una de las dos medialunas en el plato y el té que queda en la taza es la fría quinta parte de siempre.
Lo tomo igual, pago la cuenta y me voy porque me tengo que ir.
Cuando el frío de afuera me toca otra vez, miro el reloj para asegurarme que no me voy a retrasar. Como si ese movimiento fuera capaz de detener el tiempo a mi disposición.
A veces pasa que en mínimos 37 minutos todo toma sentido nuevamente.