EL VESTIDO DE LAS DESPAMPANANTES

Hay un vestido en el placard que nunca me puedo poner. Es lindo, tiene un corte bien clásico y está hecho con una tela muy suave. Pero nunca logro dejármelo puesto para salir. A veces porque me queda demasiado justo o me parece holgado en los lugares equivocados. A veces porque lo veo un poco corto y lo siento incómodo.
Ahí, no sé si por enojo o insatisfacción, empieza a ocurrir algo bastante asustador: la figura frente al espejo se va deformando de a poco. Me falta lo que soy y sobra algo que no reconozco.
Luego, empiezo a querer imaginarme en otro lugar. En el de una mujer que atienda a todos los referentes estéticos, incluyendo los míos. La diva del cine, la musa de la revista, la diosa del reality. Ellas, las despampanantes.
El ego se retuerce, me insulta. Grita de rabia, quiere patear puertas. Supongo que muy pocas cosas pueden enfurecerlo tanto como querer estar puesta en otro vestido. Querer ser otra mujer.
En algún momento se hace un clic. Puede ser alguien que me llama, el teléfono que suena o un pensamiento que resistió y tomó la decisión de pegarme un oportuno cachetazo. Salteo la trampa del estado desfigurado, de la hipnosis del vestido que es muy lindo pero nunca me queda bien. Desisto de ponérmelo y busco prendas más seguras, más amables. Me agarro de ese pensamiento que es solo mío, que no depende de nadie ni de ningún placard. Y salgo así.
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